lundi 1 décembre 2014

Rondaba por una de las mesas del parque un bocadillo medio empezado. Llevaba interminables segundos ahí, esperando a convertirse en migas, casi puré y sobre todo abandonar ese maldito papel de aluminio que desde que se conocieron ese día en la cocina, nunca se abandonaron. Pobre bocadillo, a medio desintegrarse y abandonado a su pérdida. Bueno, también habrá abandonado a un pobre consumidor de bocadillos en parques con la barriga medio saciada. Seguro que andará por la vida arrepintiéndose de no habérselo comido, la saciedad le comerá lo que al bocadillo no le ha comido y sufrirá y lloverá como llueven los días en los que los ojos están cansados de mirar y no habrá viento porque ni él quiere pegarle y habrá hasta oxigeno porque sus propios órganos le odian demasiado para dejarle morir para que se recomponga en una piedra o un gato sin respeto, los huesos se pondrán frágiles en tono de manifestación legitima y transcendental contra un hombre sin corazón y la cabeza empezará a bailar la macarena como lo bailan las cuarentonas borrachas al final de la noche cuando quiera irse al parque o hacerse de comer, y ya no habrá finales felices para él no, ya no habrá ni finales para ese idiota de tercera división que por deshonor ha dejado en una mesa, terreno de agonía y olvido, dos tristes y simples rodajas de pan, una maldita loncha de jamón y por si fuese poco una fina loncha de queso bree y mayonesa, y aunque sea de un mal gusto debatible, el sándwich y todos sus elementos estaban sedientos de vivir el ciclo del alimento: comido, digerido y luego expulsado hacia nuevos horizontes donde quizás un día sea él un come-bocadillos. Y es que ni es cuestión del mal gusto por su composición, no, eso a un bocadillo poco le da, pues no se llama así por ser asá, no, es más esa percha, esa esperanza, esa llama vivaz como el mayor de los incendios aunque imaginaria, pero aún así vivaz que implícita el fulgor por la existencia a niveles que pocos humanos han podido experimentar. Sobre todo cuando es cuestión de que al fin el móvil se recargue para decirle al menganito que esta noche "será la noche de sus vidas" o cuando fulanita vuelve con una sonrisa pintada en la boca porque se ha comprado la nevera "que siempre quiso tener" y más aún cuando Juan, si Juan, va hablarle a Elena, si Elena, por la primera vez, tras dos años cinco meses tres días cuatro horas cinco minutos dos segundos y dos paquete de cigarrillos desde el minuto, no, el jodida día en el que la vio por la primera vez entrar en su clase y preguntar si podía pedir prestada un poco de tiza para Doña Moreno y que desde entonces "todas las mujeres son meros objetos de comparación a Elena" y "todas las pajas y todas las magdalenas, porros, copas, excta, sol, playa, noche, estrellas, luna, campo, animal, amor de tus padres, admiración de tus amigos, poemas, Iliadas y Odiseas, nada, estrictamente nada superara el día en el que oirá su nombre salir de la boca de Elena". Si, así es de transcendental, imperativo y casi, por qué no decir universal, que este bocadillo avance en la vida, y solo la punta, el dedo de quizás poder progresar en ese coche medio roto llamado vida, era razón para levantar los ánimos de cuarenta vía lácteas y media. Pero hoy no era el día, al menos, no era el segundo. Gran y enormísima tragedia alimenticia la que presencian nuestras almas saciadas de tantos bocadillos... Grande y enormísima, si, hasta que pasó un perro y se lo comió. Y el bocadillo estuvo en paz, pegado al papel de alba si, pero en paz

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